martes, 16 de marzo de 2010

DE MI CASA AL RIO

     Llego y cruzo la plaza parsimonioso. Reconociendo baldosas renovadas para olvidar las historias que no cuentan, que no importan. Recorro el mismo camino de aquellos años cuando andaba sin advertir ni fuentes ni retreta.
     Hoy sí observo detalles en los que me detengo y con los que me sorprendo. Algunos permanecen inalterables. Otros se muestran rebeldes e inquietos a pesar del tiempo.
     A mi derecha, la Iglesia Catedral se impone deslumbrante de espíritu y, ensanchando su vereda, se rodea de peregrinos y constancia.
     El Colegio todavía está vestido tan triste y rectilíneo como siempre,   los árboles ventilan fragancias y esencias como nunca y un general de bronce ofrece su nombre, su presencia y su gala sobre “La Constitución”
     Dirijo mi vagar paciente al punto radial donde una vieja arquitectura bella, dejara su lugar a ideas improvisadas que construyeron un homenaje de ocasión. Detrás, una hondura velada exhuma indicios de una fuente de agua malograda. Igualmente, la naturaleza  me premia con un truncado pino pródigo de sombra generosa, fresca y llena de arrumacos gentiles de palomas enamoradas.
     El Club Social, cansino y reservado, protege bajo sus columnas la marcha hidalga de las Guardias Nacionales. Tengo tiempo. Por eso dilato mis instantes sin agenda.  Busco confundirme con el bullicio particular de gorriones dominantes que me acompañan en una gentil bandada. Me demoro plácido y tardo en llegar al vértice donde la diagonal de aromas cesa y descansa. Mi mirada se topa entonces con la “ vieja Aduana” y, sin alternativas, reposa curiosa sobre la Bajada Belgrano. Ella aparenta esperarme envuelta en recuerdos. Me induce a encontrar momentos en que con apresuramiento y entusiasmo indescriptibles, acudía sin fatigas hasta el estaque, junto al río.
     Me interno sorprendido en su cuerpo preservado. Soy una presencia que no reconoce. Soy un invitado extraño a su memoria. No tengo excusas y me doblego ante su olvido. Resuelto acepto el desafío de explorarla como un forastero contemplativo e impertinente. Me dispongo atrevido a trajinarla, a agitarme por sus escalones carcomidos habitados de musgos en una pátina espontánea que brota como testimonio de su historia. Escalones de prisas pasadas. Escalones de esfuerzos y pereza presentes.
     En ese lento andar al que me expongo, el paisaje estalla en retratos, en imágenes y sensaciones casi reales que se materializan puras. Estoy seguro de ellas. Son nítidas y diáfanas.
     Creo ver corbatas y guardapolvos envueltos en el temor de una escapada imprudente y libre de El Nacional. Veo bártulos chapuceros, improvisados, ruidosos e imprescindibles para la mateada inhábil bajo la sombra de los sauces, allá en el monte del Club.
     Diviso helechos culandrillos curiosos e indiscretos asomados por los desagües grises que surcan húmedos la piel reseca y pintarrajeada de ese desfiladero irremediable. Ando entreteniendo ayeres. Los busco y los persigo. Trajinan la altura junto a las luminarias entumecidas que me custodian desinteresadas y sobrias. Centinelas pontificios que ha medida que desciendo, se van quedando lejos y concluyen oscuros sobre el viejo puente convulso de la calle Aguiar.
     Debajo de él, me regalo una tregua sobre los restos de un banco en donde alguna vez pude robar un beso y un maltrato dulce. Donde el tiempo decoloró un “te quiero” de tiza azul. Donde las hojas de un aplazo merecido se escondieron inútilmente. Lugar donde nacieron sentimientos desconocidos y repasos apresurados  de ecuaciones indescifrables. Banco frío, extenuado y depredado sin razón desde donde incómodo, puedo ver como se asoma la isla agasajándome de verdes, bandurrias y garzas.
     El río aún se esconde tras la balaustrada áspera de la rotonda estrecha donde giran los paseos. Antes él se daba a conocer más temprano a las miradas. Hoy poco queda de aquella abundancia de agua en correntada.
     Sojuzgo luego un jardín reseco, sin flores y sin respeto. En su eje, un mástil encorvado desde siempre, sacude el óxido perturbado de sus jarcias acostumbradas al viento ribereño. Ahora el paisaje se abre a mi ansiedad de merodear melancolías, evocaciones que giran en el torrente cautivo de mi savia vital.
     La realidad me concede esa facultad al observar la turbia serpentina del río, que como dijo El Poeta Andrés Del Pozo, “es una flecha de luz lanzada al horizonte”.
     Descanso. Percibo a mis espaldas las graderías superadas a las que intentaré regresar para repetir mis espejismos audaces. Me cobijo y pienso a pesar de algunas lagunas ingratas y nuevas. Evoco y me aferro a las alas de un vuelo postergado. Gracias a él, he cruzado la Plaza y sus misterios, he andado La Bajada sobre nostalgias deseadas. He concluido mi marcha en la costa límite del camino en donde he vuelto a navegar las mínimas rompientes espumosas que vagabundean hacia el sur sin alternativas.
     En corto tiempo  he repetido mi andar por algunas sendas y recodos antaño frecuentados. Rincones, vecindarios  pequeños,  por los que deambulé madurando, amaneciendo como aprendiz de hombre urgido y sin misterios. Cobijos que conozco, que llevo en mi sustancia, que adoro en el instinto, que añoro sin decirlo con todo el sentimiento. Pequeños lugares de mi pueblo que amo desde hace tanto tiempo.

rescaglione@arnet.com.ar

1 comentario:

  1. Perfecta descripción. Tu relato en como una película que no olvida detalles.
    Que lindo!!

    Yo también fui al Nacional
    Felicitaciones.

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