martes, 30 de marzo de 2010

EL MUNDO DE LOS RECUERDOS


     Cuando te sientes en algún lugar de tu memoria, ponte cómodo contigo. Toma distancia de las cosas cercanas. Reposa tu pensamiento y, sin cerrar los ojos, observa.  Busca en ese sol que te persigue, el rayo de luz que te haga ver aquellas cosas que aguardan pacientes sobre el umbral de tu historia.
     No dejes que un llamado te distraiga. No permitas que una mariposa en vuelo extenuado comprometa tu vuelo. Aférrate a aquella propiedad adquirida en duras horas de vida y de ayeres. No dejes que nada quede fuera de tu repaso y recurre sorbo a sorbo, a ese café suave que se esmera en aromas bajo su cabellera  revuelta de humo claro.
     En ese estado de romance con el espíritu, busca lo tierno, lo fresco, lo inocente. Busca, entre tantas reflexiones sueltas, aquellos tiempos de niñez con figuritas y escondidas. Encuentra ese sueño constante que nos provocaban los amaneceres para ir a la escuela. ¿Te animas?  Busca entonces.  Mírate en los juegos, en las clases del primario. ¡Vamos, busca! Te invito a que lo hagas. Te invito a revivir.
     Será muy sano componer ese tiempo inolvidable.  Ejercer el derecho de emocionarnos en un reencuentro o en un abrazo que nos traslada hacia ese “todo tiempo pasado fue mejor”
     En mi caso, amigo,  me fui obligando a buscar minutos descansados y comencé a pensar en esas estaciones del alma en las cuales uno pocas veces se detiene. Rincones, lugares, espacios vencidos que ya no están
     Hazlo también tú y pregúntate por ejemplo,  si has podido visitar la escuela que nos enseñó  los primeros pasos de la vida. ¿Has vuelto a verla? ¿Que hiciste con ese orgullo de ser ex alumnos de la escuela N° 1?
     ¿Te acuerdas? Fuimos juntos desde el primer grado. ¿No te parece suficiente motivo el de manifestar esa alegría de haber pertenecido a ella? ¿Sabrá la gente de donde venimos? ¿Sabrá que venimos de aquella fuente de palotes, papel satinado y libros. De aquella de la composición tema: “La Vaca”
     Yo hermano, he de contarte que con una sonrisa precaria, decidí llegar hasta ella y me permití recrear esa vivencia pura,  sobre una audiencia comprometida con lo ocurrido. Sentimientos que no pretenden representar los tuyos. Son sólo miradas de ex alumno, de ex niño.  Sensaciones que rondan insondables lo extraño de caminar hoy por donde corrimos hace tanto tiempo.
     Porque comprenderás que, después de muchos años de pasar frente a ella mirándola de a poco,  redescubrí a nuestra escuela primaria  Melchor Echagüe.
     Observé calmo las ventanas distribuidas en forma ordenada, simétrica, que se asoman detrás de las rejas. Su arquitectura continuaba hablándome de otra época. De aquella en que el continente tenía alguna importancia en la educación.
     Desde la vereda adiviné nuestro último salón y me entusiasmé por verlo. Tuve esa oportunidad. Pude transponer el portal de hierro pesado que me anticipó una bienvenida sin preguntas, austera, que me derramó un torrente de momentos.
     La miré con el mismo asombro del primer día.  El patio me confirió un pasado de voces perpetuas volviendo a vibrar en mis oídos. Los muros laterales del corazón de sol estaban solemnes como siempre. Vi el mástil al que llegué alguna vez con una bandera reposada y las columnas de las galerías, nuevamente me invitaron a contarlas. Reparé en  las aulas de puertas vencidas. Eran una súplica a ingresar como en aquellas mañanas luminosas de invierno.
     Aquí se sentaba Fernando, allá Oscar, adelante Eduardo, María Rosa casi en el centro, Marisa junto a mí, Juanqui al fondo, José María debajo de la ventana., Raúl, Guillermo y Julio eran movedizos y siempre se cambiaban de lugar y, cerca de la puerta, vos entreteniéndote con el viento.   Así, poco a poco, mi cansada memoria fue dejando nombres en cada pupitre.
     El viejo pizarrón que pintamos con tanto esmero no estaba. Seguramente con él, se fue un ejercicio equivocado, alguna resta sin resultado y un verbo mal conjugado.
     Junto con ese respeto auténtico, aceptado y hasta pasado de moda, me puse de pie sobre la nostalgia. La maestra llegó con su blanco impecable y se confundió con el almidón de los nuestros. Pasó lista y nos buscó por sobre sus lentes de grueso marco de carey.  Estábamos todos. No faltaba nadie. Ni siquiera aquellos que sabemos que faltan.
     En ese instante, traté de reunir la vida germinal que dejó huellas de infancia y figuritas, de niñez y travesuras, de fideo fino y muñecas y fútbol de huecos. Momentos iguales que fui renovando  hasta completar imágenes de tizas, goma arábiga y tinteros.
     Dentro de ella, entre sus olores cansados,  me fueron acompañando imágenes que aparecieron a mi lado. Escuché a las segundas mamás con sus paciencias de primera. Se hicieron vivos los pasos de don Salinas buscando su repetido destino de campana y recreo y  enfrenté la escalera central para  intentar hacer cima en los altos de “la número 1”.  Ya no pude correr por ella. El mármol de sus escalones se ha ondulado por años de mañana y tarde y bullicios vehementes.
     Ascendí lento, con la ilusión de la mano. El paisaje de sus barandas abrumadas me acompañó con sombras interrumpidas. Crucé cortesías con aquellas maestras que siento como propias en mi arquilla de amores nacientes. Busqué sus nombres. Encontré sus nombres. Sé que no se fueron. Al final, las palomas me recibieron ahuyentándose desordenadas y haciendo retumbar sus aleteos en un aplauso imperfecto.
     Anhelé quedarme a esperar la clase, volver a formar fila y tomar distancia. Trataría de cruzar una mirada dulce con la dueña de aquellas trenzas suaves que nunca me miró. Tú sabes quien era.
     Repetiría un llanto precario sobre una herida imperceptible de juegos y escribiría “viva yo” en los árboles del fondo que ya murieron.
     Así me interné humildemente en ese mundo de mi aprendizaje primario y no quería volver a la realidad que me alejaría de él. Sin embargo Carlos, una voz serena me recuperó restaurándome... Señor ¿que busca?
     Demoré algunos instantes en resetear mi conciencia para decirle que buscaba todo lo que aún ella no podía entender. Todo lo que se anida en la nobleza de ese colegio. Aquello que suena a Himno desde el piano de la clase de música. Buscaba la fiesta del 25 de mayo en la que custodiamos un cabildo de cartón pintando. Buscaba la alegría de las doce y cuarto cuando mamá nos esperaba en la puerta. Buscaba un cuaderno de portadas coloridas pintadas con lápices Faber y a todos nuestros amigos que se recreaban por estos corredores.
     Trataría de rescatar ese verso casi olvidado con la intención de recitarlo de nuevo. Deseaba el beso de nuestra señorita amada. Buscaba las hojas coloridas de aquel Compendio Bonaerense y al Águila Guerrera de Aurora que se echó al viento en una brisa temprana, “alta en el cielo”.
     Sólo eso y todo eso reclamé para reinventar la vida y construirla sueño a sueño. Para solidificar recuerdos, para ser yo también algún día recuerdo. El hombre no es dueño de su génesis, pero si es dueño de su nostalgia.
     Aquel portal de hierro pesado, me anuncia la despedida. Así terminaba de andar por la inocencia. Por nuestro colegio.
     Ahora querido amigo, te devuelvo la mágica anuencia de haberme permitido contarte mi exiguo viaje por la N° 1 y vuelvo a  invitarte a que lo hagas también algún día para reencontrarte con aquellos entonces.
     Insisto. Quédate sentado en algún lugar de tu memoria. Toma distancia de las cosas complejas y arrímate a las simples. Escucha hermano aquel murmullo inconfundible que nos anticipaba la despedida. Ponte firme, toma distancia. Ahora habrá de estallar un voceo estruendoso imponiendo al unísono un “hasta mañana señorita”
     Ordenadamente nos iremos yendo fila por fila. Yo esconderé unas lágrimas sueltas en el bolsillo, junto a la bolsita de alcanfor. Volveré mi mirada buscándote para irnos juntos.
     Si aún sigue tu pensamiento reposado, te debo decir que no saldremos igual que antes. Hoy lo haremos  sin aquellos portafolios llenos de deberes. Sin un cartón endeble sosteniendo una maqueta histórica de algún fuerte pampeano que hicimos con papá. Sin una mancha de tinta en los guardapolvos. Sin pensar en el papel crepe que tendríamos que comprar en la librería Bomón. Nos desvaneceremos  entre la gente. Mezclaremos nuevamente preocupaciones crecientes y nos perderemos entre la gente. Ellos, Carlos, que pena, no se imaginarán nunca que venimos del mundo de los recuerdos.


* Homenaje  a mi Escuela N° 1 Melchor Echaüe en un diálogo con mi amigo Carlos Vela - San Nicolás – Buenos Aires
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martes, 16 de marzo de 2010

DE MI CASA AL RIO

     Llego y cruzo la plaza parsimonioso. Reconociendo baldosas renovadas para olvidar las historias que no cuentan, que no importan. Recorro el mismo camino de aquellos años cuando andaba sin advertir ni fuentes ni retreta.
     Hoy sí observo detalles en los que me detengo y con los que me sorprendo. Algunos permanecen inalterables. Otros se muestran rebeldes e inquietos a pesar del tiempo.
     A mi derecha, la Iglesia Catedral se impone deslumbrante de espíritu y, ensanchando su vereda, se rodea de peregrinos y constancia.
     El Colegio todavía está vestido tan triste y rectilíneo como siempre,   los árboles ventilan fragancias y esencias como nunca y un general de bronce ofrece su nombre, su presencia y su gala sobre “La Constitución”
     Dirijo mi vagar paciente al punto radial donde una vieja arquitectura bella, dejara su lugar a ideas improvisadas que construyeron un homenaje de ocasión. Detrás, una hondura velada exhuma indicios de una fuente de agua malograda. Igualmente, la naturaleza  me premia con un truncado pino pródigo de sombra generosa, fresca y llena de arrumacos gentiles de palomas enamoradas.
     El Club Social, cansino y reservado, protege bajo sus columnas la marcha hidalga de las Guardias Nacionales. Tengo tiempo. Por eso dilato mis instantes sin agenda.  Busco confundirme con el bullicio particular de gorriones dominantes que me acompañan en una gentil bandada. Me demoro plácido y tardo en llegar al vértice donde la diagonal de aromas cesa y descansa. Mi mirada se topa entonces con la “ vieja Aduana” y, sin alternativas, reposa curiosa sobre la Bajada Belgrano. Ella aparenta esperarme envuelta en recuerdos. Me induce a encontrar momentos en que con apresuramiento y entusiasmo indescriptibles, acudía sin fatigas hasta el estaque, junto al río.
     Me interno sorprendido en su cuerpo preservado. Soy una presencia que no reconoce. Soy un invitado extraño a su memoria. No tengo excusas y me doblego ante su olvido. Resuelto acepto el desafío de explorarla como un forastero contemplativo e impertinente. Me dispongo atrevido a trajinarla, a agitarme por sus escalones carcomidos habitados de musgos en una pátina espontánea que brota como testimonio de su historia. Escalones de prisas pasadas. Escalones de esfuerzos y pereza presentes.
     En ese lento andar al que me expongo, el paisaje estalla en retratos, en imágenes y sensaciones casi reales que se materializan puras. Estoy seguro de ellas. Son nítidas y diáfanas.
     Creo ver corbatas y guardapolvos envueltos en el temor de una escapada imprudente y libre de El Nacional. Veo bártulos chapuceros, improvisados, ruidosos e imprescindibles para la mateada inhábil bajo la sombra de los sauces, allá en el monte del Club.
     Diviso helechos culandrillos curiosos e indiscretos asomados por los desagües grises que surcan húmedos la piel reseca y pintarrajeada de ese desfiladero irremediable. Ando entreteniendo ayeres. Los busco y los persigo. Trajinan la altura junto a las luminarias entumecidas que me custodian desinteresadas y sobrias. Centinelas pontificios que ha medida que desciendo, se van quedando lejos y concluyen oscuros sobre el viejo puente convulso de la calle Aguiar.
     Debajo de él, me regalo una tregua sobre los restos de un banco en donde alguna vez pude robar un beso y un maltrato dulce. Donde el tiempo decoloró un “te quiero” de tiza azul. Donde las hojas de un aplazo merecido se escondieron inútilmente. Lugar donde nacieron sentimientos desconocidos y repasos apresurados  de ecuaciones indescifrables. Banco frío, extenuado y depredado sin razón desde donde incómodo, puedo ver como se asoma la isla agasajándome de verdes, bandurrias y garzas.
     El río aún se esconde tras la balaustrada áspera de la rotonda estrecha donde giran los paseos. Antes él se daba a conocer más temprano a las miradas. Hoy poco queda de aquella abundancia de agua en correntada.
     Sojuzgo luego un jardín reseco, sin flores y sin respeto. En su eje, un mástil encorvado desde siempre, sacude el óxido perturbado de sus jarcias acostumbradas al viento ribereño. Ahora el paisaje se abre a mi ansiedad de merodear melancolías, evocaciones que giran en el torrente cautivo de mi savia vital.
     La realidad me concede esa facultad al observar la turbia serpentina del río, que como dijo El Poeta Andrés Del Pozo, “es una flecha de luz lanzada al horizonte”.
     Descanso. Percibo a mis espaldas las graderías superadas a las que intentaré regresar para repetir mis espejismos audaces. Me cobijo y pienso a pesar de algunas lagunas ingratas y nuevas. Evoco y me aferro a las alas de un vuelo postergado. Gracias a él, he cruzado la Plaza y sus misterios, he andado La Bajada sobre nostalgias deseadas. He concluido mi marcha en la costa límite del camino en donde he vuelto a navegar las mínimas rompientes espumosas que vagabundean hacia el sur sin alternativas.
     En corto tiempo  he repetido mi andar por algunas sendas y recodos antaño frecuentados. Rincones, vecindarios  pequeños,  por los que deambulé madurando, amaneciendo como aprendiz de hombre urgido y sin misterios. Cobijos que conozco, que llevo en mi sustancia, que adoro en el instinto, que añoro sin decirlo con todo el sentimiento. Pequeños lugares de mi pueblo que amo desde hace tanto tiempo.

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jueves, 11 de marzo de 2010

EL KIOSQUERO


     Su kiosco tenía rueditas. Lo trasladaba de un lugar a otro pesadamente, interpretando una música rutinaria de madera y cansancio.   En la mañana temprano, lo despertaba en un galpón entre chapas de autos chocados. Allí lo guardaba.
     Primero lo empujaba hasta conquistar la vereda desprolija de los pares en donde daba el sol. Por la tarde, lo cruzaba enfrente para completar la jornada repetida e invariable de aquellos inviernos.
     En esas cortas migraciones, los paquetes de cigarrillos recreaban un dominó descontrolado que se mezclaba sobre coloridos tapices de caramelos y broches relegados de algún tendedero. Sujetadores que detenían la predisposición al vuelo de diarios y revistas por el corredor ventoso de la esquina de calle Francia y De La Nación.
     El guardaba en una cajita de habanos Partagás el dinero grande y, en un cajoncito fuera de escuadra que le costaba abrir, monedas y cambio.
     Sólo la lluvia inesperada le agilizaba su permanente andar lento y reposado. Para nosotros era “viejo” pero ¿que sería viejo en aquellos años en que parecíamos diablejos de pantalones cortos e inquietudes largas?
     Su pregón era apagado y mezquino y le brotaba esquivo en algunas ocasiones, pareciendo no ser dirigido a nadie.
     Pregón echado a andar por una costumbre arraigada de doblegar el silencio para no pasar inadvertido entre los caminantes distraídos del centro.
     La vereda le quedaba chica a los dos, pero igual, él encontraba un lugar para sentarse en su banco pequeño y despintado. Desde ese peñón con cuatro patas torneadas, observaba pasar a la gente de ida y vuelta y al tiempo sólo de ida.
     “Tengo Particulares, Saratoga y Clifton” decía con voz áspera. “Si quieres te vendo algunos sueltos” lo conformaba al mozo de Vidal.
     Su carrito parecía pequeño pero con espacio suficiente para contener galletitas de agua, pastillas D.R.F., Chicklets, diarios como El Mundo, Clarín, La Nación, El Tribuno, El Progreso, El Norte y para atesorar algunos atados de cigarrillos importados.
     Las revistas femeninas llenaban los piolines exhaustos del exhibidor. Radiolandia, Chabela, Vosotras, Moldes. Para los hombres D’Artagnan, Intervalo, Superman y algunas otras prohibidas que mostraban dibujos de señoritas en malla con la firma de un tal Divito. Bajo la tapa de vidrio, se amontonaban los paquetes de figuritas redondas.
     Así pasaban sus días de kiosquero. Vendiendo humo, noticias, entretenimiento y dulzura. Construyendo testarudamente el mismo día todos los días.
     Cuando la tarde se le iba escapando de su vista dolorida, destrababa ruedas, cerraba ventanillas, apilaba diarios, ataba revistas y guardaba su sustento. Luego, buscaba la bajada de un garaje cercano y en forma recta, cruzaba Francia hacia el taller de chapas.
     Allí le dejaba una última mirada y se despedía de su vetusto exhibidor de madera. Controlaba su insegura seguridad en la que creía. Se acomodaba una gorra a cuadros de visera gastada. Le volaba por la espalda su tejida bufanda gris y se perdía lentamente por Nación.
     A la mañana siguiente, volvería a despertar a su amigo. Le limpiaría los vidrios suavemente para salir de paseo. De corto paseo.
     Un día de aquellos que no se olvidan, su kiosco de madera con rueditas, se quedó inmóvil. Al pregón rutinario se lo llevó el viento. Hubo ausencia en el barrio. Creo haber preguntado por qué, pero todos se pusieron a hablar de otra cosa.

 
 
Recuerdo a Don Rubiola, el kiosquero de mi barrio.
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PERDON HERMANOS


     La turba se entrelazaba desordenada, incansable y agresiva bajo la marcha soberbia. Un rayo de sol se desesperaba por despertar temprano para guarecerse bajo el paño húmedo que se aventuraba sobre la piel marchita.
     Un pozo de silencio y agua, absorbía apresurado su temor ante el rasante silbido de la pena que se callaba en la herida. Las manos apretaban una razón temprana de soberanía sobre un sur de soledad, frío y olvido. Por todos nosotros, la vida se escapaba de algunos. Sus juramentos trascendían la ofrenda. La Patria era verdad sin miramientos. Era un abrazo absoluto en una senda estrecha. Era ella y el viento, ella y la esencia, ella y el llanto lejano de la tierra.
     No importó más que lo sabido, que lo necesario, que lo prometido y jurado que se enarbolaba en un temblor sereno de bien parido.
     Desde el continente cercano de un país sin remordimientos, se estremecía el grito sublevado de un estadio perdido o cabalgaba sobre una desinteresada e irrespetuosa algazara ciega que parecía surgir de otro lugar, de otro suelo remoto al que castigaban de absurdos. Parecía que la muerte era sólo de ellos sin darnos cuenta que la salva nos mataba a todos.
     Mientras el mar secaba vidas, la tierra pequeña se empapaba en lágrimas. Nuestros soldados asumían sentencias por igual. Dolores sin grados pesándole en los hombros o en el pecho.
     Eran desconocidos que se adueñaron de la inmensidad, dándole sustento a lo eterno de la razón esgrimida.
     En el regreso que debió ser glorioso, un murmullo perverso exigió el olvido. La estúpida política de los mediocres los escondió "bajo un manto de neblina"
     Sin embargo, cada tanto se visten de un recuerdo casual e interesado  y una mirada absuelta,  descarga en los rostros que volvieron,  vergüenzas pasajeras.
     No sólo hay que exigir memoria para algunos que ofendieron la verdad. Hay que exigir memoria para los que lucharon convencidos y apasionados en la defensa de la patria y por una causa común. Un pueblo se hace grande por el honor de sus hombres.
     Hoy una bandera flamea entre negros mármoles y, en los humildes mojones erigidos en los pueblos , familiares pequeños se van sumando a las honras de los héroes. No más que eso.
     No es justo que nos quedemos esperando plegarias cada 2 de abril aunque para muchos, parezca serlo. Ellas deben habitar el pensamiento y el deseo de rezarlas constantemente para envolvernos en el perdón tardío.
     Albatros y gaviotas vigilan Las Islas Malvinas. Nuestros combatientes habrán de volver algún día para encontrarse con los hermanos que esperan. Con aquellos que se quedaron custodiando la gesta, protegiendo la historia, durmiendo soledades en el mar o en la turba mezquina, esgrimiendo sólo una cruz blanca.
     El enrojecido mirar de las miradas vibra al vernos con ellos. La emoción de un encuentro conmueve el tiempo y nos eriza la piel.
     La ventisca se calma. La llovizna borronea los montes perpetuos. El cielo se compromete y se derrama en blancos y celestes. Un trompa llama a silencio y cada uno de nosotros, se rinde ante ellos.


* Eterno y respetuoso homenaje a aquellos que defendieron La Patria con tanto honor y dignidad.
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FIGURITAS


     Las mamás se enojaban por el diario acto de congregar máculas de un suelo de umbrales cercanos y nos dejaban un "mira como te has puesto".
     Causante del reto era la vereda amarilla, desgastada, con algunos faltantes irreemplazables que concedía una senda imperfecta para andar, pero irresistible para un juego de figuritas redondas que se empeñaban en tropezar contra aquella pared de ladrillos expuestos, sin maquillaje, cercana al baldío. Cartoncitos alados buscando quedarse junto a ella por el hábil misterio de una mano pequeña.
     Después de los deberes, las bastonadas canchas del paseo público que nos pertenecían de hecho, se llenaban de bochinche e inquietudes de barrio.
     Desde el cordón de granitullo, desalineado e interrumpido tenazmente por el tiempo, se iniciaba un responso de rodillas, un rezo sin altares ni sacrosantos mártires. Sólo nos acompañaban inocentes pecados que no superaban un arrime pícaro y disimulado bajo la suela del zapato.
     La vista firme en el muro inalterable. La foto de algún jugador de primera hacia arriba. Los dedos como pinzas melindrosas dándole un impulso cargado de presunción misteriosa, que sólo podría alterarse por la intolerancia de una brisa disparatada o una mala suerte temporaria.
     Juego de niños quejosos por el tránsito sorprendido de transeúntes vecinos. Saltimbanquis que ensayaban una rayuela incompleta, improvisada y sin tejo. Juego que se interrumpía únicamente por aquella merienda con biscochitos de grasa y leche fresca, espumosa, que desde un "hervidor" evacuaba su esencia compartiendo dulzuras con un "Tody". Fiesta humilde de bolsillos abultados con ídolos repetidos o difíciles que se negociaban, tras un trueque austero en siestas y recreos. Manos estiradas demandando monedas a papá para mudarlas sin demora, por sobrecitos ruidosos de cuatro sorpresas.
     Hoy tengo una vereda parecida a aquella que pasa por mi casa. Quizás no tenga los mismos bastones de asolado pajizo. Quizás le falten risas que no siempre la nostalgia devuelve.
     Igualmente, un otoño me dibuja figuritas sobre ella. Veo a mis amigos y, de algún lado, llega aquella voz genuina que me repite dulcemente: "mira como te has puesto"


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BARRILETE

     El miraba el espacio con sus ojos tiernos, llenos de misterio. Escudriñaba el cielo con calma como si le correspondiera. Movía sus manos atrapando memorias. Aquellas de pocos juguetes y de muchos sueños y me invitaba a andar las calles de sus recuerdos.
     El se vestía de niño para hacer feliz al niño. Buscaba minutos, tiempo y, en su descanso apresurado, lleno de encanto, inventaba espacios en el patio de sillones, jazmines y malvones rosados.
     Aquel día, la veleta de la Catedral indicaba un incipiente viento del norte que acariciaba los árboles de la Plaza Mitre. Todo se brindaba oportuno, adecuado. Hasta ese soplo natural que nos permitiría echar al vuelo un barrilete de papel y cañas.
     Ese que pude ver antes que fuera. Ese que llenó mi imaginación desde el momento en que él, con una sonrisa más grande que la mía, llegaba de la librería Bomón con una bolsa de colores y me invitaba a cortar un mundo de alas abiertas, desplegadas, mientras preparaba un "engrudo" de harina y agua.
     Seguramente ya lo pensaba imitando siriríes. Con una cola larga de trocitos de tela entrelazados, con un piolín ovillado ordenadamente para retener su ansiedad de libertad, su fantasía de gorrión y su vuelo de golondrina temprana.
     Su destreza simple hacía que aquellos papeles pegados sobre tensos hilos, le fueran dando forma a mi deseo infantil e inquieto.
     Trabajosa, pacientemente, el barrilete fue barrilete y el piso del patio, un caleidoscopio irreparable y una razón de compartidos retos.
     Los alineados colores de mi equipo favorito, tomaron forma en aquel rombo que dejó en mis brazos como quien entrega reverente, el preciado tesoro de alcanzar la altura de los ángeles. La altura de andar codo a codo con el infinito inalcanzable del asombro.
     Con apuro fuimos a remontarlo. Al primer intento, haciendo una pirueta sorpresiva que se llevó una mueca temerosa, el barrilete se fue como esperanzado, haciéndose cargo de su cola elegante que serpenteaba el aire enriquecido de soles y celestes.
     Tomé el piolín despacio, con miedo. Su mano se confundió con mi mano como siempre. ¿Puedes? me dijo suave. Puedo, le dije y poco a poco, me fue dejando en silencio. Confiado, sereno.
     Feliz se sentó a mi lado sobre un montón de recuerdos, siempre mirando al cielo. Estudiando sus espectros, sus pigmentos movedizos. Conociéndolo en un arrebato de trazos en cruz y una túnica de pliegos y flecos.
     El elevó su íntima sustancia. Se vio niño en la contemplación y descubrió aquella caricia que le dejaba el tiempo.
     Por una tarde que se le parece a aquella, hoy transita mi memoria. Creo verlo igual. Mirando al cielo con sus ojos tiernos, llenos de misterio. Escudriñándolo con calma, sin apremios. Esperando el reencuentro, el beso y el abrazo pequeño. Como antes, como en los tiempos de aquel baldío de alambrado y trébol.
     Hay viento norte y, creo que juntos, remontaremos esos sueños de nuevo.

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A MI TEATRO

     Vuelan sin rumbo los duendes vestidos de pájaros azules, entre testigos de pana y frescos puros y admirados. Las butacas hablan su idioma claro de esterillas sobre la crujiente madera, continente de magia y tiempo.
     Brisas de colores pincelan un telón lento, desganado, que descubre asombros y sueños por su boca llena de palabras. Los aplausos se apuran estremecidos recorriendo los laberintos de la sala. Allí se escapan nombres augustos en un grito de vida, canto, poema, danza y llanto.
     Perlas doradas rodean tu cuerpo, te iluminan y se rinden a tu historia como en una ópera encantada, recíproca, brillante e inconclusa.
     Descubro inquieto que tus fantasmas tienen nombres de artistas osados que en las noches, como destellos de plata, hacen travesuras sobre las secas tablas.
     Eres parte del todo pero eres todo. San Nicolás de tanto en tanto te mira detalladamente, te busca, te descubre y, por si no lo sabes mi viejo teatro, te observa callada, orgullosa y calma en esa esquina dominante, vigente, en donde juegan a ausentarse las palomas. En ese cobijo angular de bohemias en el que brotan, desde el pequeño bar del Angel, una canción como olvidada, una prosa tímida, una pena ausente y un rezo maltratado.
     Muchos años reposan apasionados sobre ti y habitan tu mundo de recuerdos en un doble Espíritu. A pesar de ellos, estás en punta de pie girando etéreo, dispuesto al vuelo eterno.
     Motívame desde las profundidades anheladas del arte, desde el camarín testigo, desde un paraíso enhebrado con sombras inalterables y sutiles vestidas con negras capas.
     Conmuéveme con el vibrar de las cuerdas y la embriaguez de los vientos. Hazme emocionar de voces. Acaríciame en el reposo de la obra sucedida. Invítame a estar rendido ante lo maravilloso de la virtud. Hazlo mi viejo teatro. Hazlo como la última vez. Hazlo como siempre.



* Homenaje al Teatro Municipal Rafael de Agüiar - San Nicolás - Buenos Aires
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¡AQUI ESTA JOSE!

     El viento rasga un terciopelo albo e incómodo. Es el que se adueña de las cumbres y del paisaje absoluto y quimérico. Una pintura intimidante custodiada por cóndores, por nubes que coquetean las profundidades sobre el ajustado hilván de andinas vértebras perpetuas.
     Las manos mendocinas son como hojas en medio de un viento inadecuado, despidiendo las columnas confundidas en rezos y fiereza.
     En el pueblo, las damas han dejado su sangre en cada pespunte. Los paños patrios deberán ser fuertes, resistentes, para soportar la ventisca sobre la trama ceñida. Su celeste es un cielo interminable y desmedido. Su blanco, está en las alas y en el vuelo de una paloma libre.
     Todos juntos enfrentarán los macizos severos que esperan como erguidos soldados sin bayonetas ni clarines.
     Más allá de ellos, está su historia y las historias. Más allá de ellos, está su espíritu abierto a la gloria, a la libertad que le importa por sobre todas las honras. Él y sus hombres lo harán posible.
     La cordillera espera al General, lo observa con respeto. Los pueblos hermanos lo aguardan esperanzados.
     El tiempo transcurre allende de los montes gigantes. Destellos de espadas estallan en el espacio distante. Los fusiles apuntan y descargan estampidos azules y hacen estremecer la tierra fertilizada con coraje. Luego el silencio y un aroma agrio que se entromete entre la sangre y el reposo.
     Desde su altura dominante, los Andes saben antes que nadie de la victoriosa gesta y entienden de regresos enervados.
     Desplegarán entonces una manta de orgullo y piedras. Pondrán en sus entrañas un alerta para anunciar la hazaña. Vestirán sus picos de blancos ponchos, despertarán a las aves y cubrirán abismos con el clamor profundo que crecerá sereno.
     Al tiempo en que la soldadesca advierta nuevamente un horizonte llano, la montaña echará una salva de voces por los desfiladeros. Un eco recorrerá la prudencia de las huestes sorprendidas y exhaustas y, el viento, llevará por los rincones extensos la buena nueva.
     Cuando él vuelva, caminará lento, montando en un corcel de sentimientos. La Patria escuchará que ha regresado el hombre, el militar, el estratega.
     ¡Griten Hermanos! ¡Griten patriotas! ¡Aquí está José, el Libertador de América!


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YAGUARON

     Llego hasta ti, arroyo Yaguarón, en una tarde de reposo merecido y te veo serpentear apresuradamente en una bienvenida de sentimiento sumiso.
     Sumergido en tu paz, te inquiero paciente, cargado de asombros y te preconizo sobre el verde tramado de tus costas que amamantan sauces, en un llanto en cascada que sobre ti se duerme.
     Me siento en tu ribera como un niño. Me provoca distracción y encanto observar el talante de un empecinado raigón que se resiste a desprenderse de tu lecho. Muerte vegetal que te provoca una herida abrazada de torrentes inobjetables. No te concierne su muerte. No te detienes. Persistes en imponer tu cauce hociqueando el tostado reposo que te enmarca. Tierra en donde se encorvan estacas pescadoras con brazoladas condenadas a la espera.
     En tu espacio libre, una canoa engalanada de colores acopiados por años, hunde su crujía insurrecta y un par de remos, arriesgan sus astillas meneándose sobre chumaceras de hierro y tiento.
     Las bandurrias se asustan y patalean vuelos abreviados, sin distancia. Las tortugas se complacen de sol sobre la horqueta de un árbol moribundo y el aroma a camalotes, se esparce entre humeantes suspiros de bruma temprana.
     Me dejo salpicar por una ola pequeña. Me ilumino de destellos que constantes y desalineados, juegan inquietos a encandilar mi mirada perdida.
     Eres un torrente marrón de sed en donde múltiples y agitados gorjeos espontáneos, te ofrecen polifonías renovadas y penetrantes. Cada tanto, observo que de ti emergen anillos radiales que delatan bocanadas apremiadas de Moncholos y Taruchas y diviso a lo lejos, una garza mora que se talla inmóvil sobre el albardón, agigantándose delante del extraño verdor de tus espinillos inquebrantables.
     En el milagro estoy contigo, Yaguarón. Creyendo que en ti navego renovando sorpresas, descubriendo detrás de cada remanso que se le anima a tu cuerpo, la corriente de tu sangre constante.
     Eres esa sinuosidad ilimitada que repta y que te erige como atributo del Pago de los Arroyos. Llevas en las entrañas el perro y la serpiente como preñez de leyenda.
     Sólo quiero quererte como te quiero, Yaguarón. Como quiero tus ranchadas de adobe y troncos. Como amo tu derrotero de cabotaje que se precipita hacia la inmensidad del sur.
     En el milagro estoy contigo, Yaguarón. Estoy contigo derivando sobre el oleo de tus espumas, en la sombra hechizada de un romance interminable, en el esfuerzo de remontarte, en el murmullo de tu goce genuino y en el límite atávico de tu altivo paisaje.


* El serpenteante y maravilloso arroyo Yaguarón, atraviesa el denominado Parque Aguiar hasta desembocar en el Río Paraná y debe su nombre a una leyenda guaraní que habla de un monstruo con cabeza de perro y cuerpo de serpiente que habita en sus profundidades.
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REENCUENTRO

     Era otoño y los jardines reflejaban luces tostadas sobre la hierba seca. Los árboles parecían doncellas desnudas intentando cubrir sus cuerpos con ramas imprecisas como en un ballet inarmónico.
     De algún lugar me llegaba un ladrido pobre, monótono, de queja y hambre. El viento suave arremolinaba hojarascas uniformes sobre el camino de ladrillos y piedras.
     Mis pasos eran lentos. Quería andarlos descubriendo misterios en la casa aquella que se erigía plena entre moras y nogales longevos.
     Recordé a mis abuelos. Los vi en mecedoras blancas bajo la galería iluminada por el sol de la tarde,  compartiendo juntos  la merienda austera  de pan casero y mermelada de frambuesas.
     Una ventana ansiosa, que siempre dio trabajo cerrar, se sacudía repetidamente con vestigios de cortina póstuma y música lastimera de agotada bisagra.
     Muchos años pasaron. Mucha pausa. Mucha distancia de besos entre la niñez y el tiempo que dicta partidas, ausencias.
     Mi mano tocó suave la puerta entreabierta y, tímidamente, me flanqueó el paso. Prudente, pude traspasarla sin remover la telaraña que, como un abanico inmaculado, se aferraba al marco y al dintel roídos.
     Me instalé sereno en aquel cobijo puro. Una mesa de alabastro y madera presidía la sala por donde pasó la vida, en donde la abuela de ajustado rodete, tejía y bordaba con sus aros de madera clara, manteles de familia y batitas infantiles. Todavía las cosas allí, desprendían perfumes que me olían a nostalgia.
     Recorrí la casa. Visité rincones. Tropecé como siempre de niño con la misma alfombra gris del oscuro pasillo. Vi el cuarto aquel en donde me dormía con un cuento y me despertaba con mis oscuros miedos.
     De pronto, por aquella ventana que aún rechinaba, una brisa se asomó inesperada. Con ella, una procesión de sensaciones se adueñó de mi espalda. Una cálida caricia me cubrió la piel poro por poro. Un recuerdo de pruritos inocentes calmados por la abuela, vino a mi memoria. Sentí sus manos, me aferré a sus brazos. Fue un instante. Pasó rápido, sucinto para mi goce adulto.
     Colmado, decidí entonces dejar la casa. Quedarme con esos gestos que vine a buscar. Guardarme el momento sin decir palabra. Adormecerme embriagado sobre aquellas mieles y ternezas, ricas en esencias sutiles.
     Al salir, volví a ver aquellos árboles que ahora, mágicamente, me regalaban follajes nuevos sublevándose al otoño. Observé la ventana vacilante ahora cerrada. Advertí que la telaraña de la puerta se había desprendido pendiendo precariamente de un hilo de seda y, sobre el viejo felpudo de yute, una peineta blanca de nácar, se mecía en silencio.

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LA ULTIMA ASTILLA

     Pequeños golpes se alineaban ordenadamente sobre el formón obstinado, hiriendo la madera absoluta, inexplorada, imperfecta.
     Sus ojos no dejaban de ver lo que no existía aún. Lo que faltaba hacer, lo que estaba sin estar, lo que le rondaba el sueño de poderlo.
     Su taller se iluminaba de talento y un rayo de luz establecía sombras que lo escoltaban silenciosas, humildes. La percusión del martillo ejecutaba una música pura, un ballet de virutas dibujaba cabriolas por el espacio estrecho y el aserrín desgarrado le dejaba alfombras incómodas bajo sus pies cansados
     El sol se adormecía sobre la mesa rústica. La vieja silla de hierro desnivelada se hamacaba suave, serena, acompañando su voluntad naciente.
     En ese equilibrio subyugado, él seguía puro, confiado. Golpe y astillas, cansancio y promesas, fe y abrigo.
Cerca, La Madre lo observaba calma. Su mirada era intenso brillo en la penumbra. Era su guía. Era la gracia y el misterio que le dejaba un reposo plácido a su dolor callado. Golpe y astillas. Rezongo y perdón. Pausa y ambición de eterno.
     Al embate inicial certero, le seguía otro sin descanso, cuidadoso. Lo divino y el hombre se reinventaban a sí mismos redimidos en la suma de todos los instantes.
     Lentamente los extremos se fueron formando. Dedillos, ternura y una mano etérea desplazando al árbol de origen. Alfa vegetal inmolada en lo sagrado.
     Así hasta llegar. Así hasta el último rasgo. Así hasta el día en que la ansiedad dejo de ser. Conclusión y límite tras la definitiva y pulida caricia.
     La tarde entonces se ennobleció de luces. El sujetó tembloroso las cuentas de un Rosario y entrelazó una plegaria. Sus ojos se llenaron de un profundo respeto de lágrimas y entregó la ofrenda sin monedas. Se despidió de Ella con un beso austero sobre la Señal de la Cruz. Se quedó mirando a aquellos que se fueron llevando la misma emoción que él tenía. Lo hizo en silencio. Su faena más hermosa y trascendente, marcó el fin de su tiempo de maestro.
     Mi padre regresó sólo a su taller y dejó su guardapolvo pendiendo de un oxidado sostén de recuerdos. Observó por última vez sus cinceles agobiados, los guardó ordenadamente. Las astillas se scondían detrás de una vieja escoba. Apagó la luz y aceptó el olvido sobre la otra mejilla. Olvido de los hombres, sólo de algunos hombres.
     Aún escucho pequeños repiques alineándose sobre la madera inexplorada e imperfecta. Los escucho allí donde él esculpió su fe en la mano de la Virgen del Rosario de San Nicolás, donde razonó su cielo en el punzón engrandecido, enamorado de renuncias.
     Hoy su obra vuela en cada mano que ambiciona rozarla. Millones de milagros se desgajan suaves y esperanzados. No importa la omisión. Importa que él sí está con La Madre desde aquel momento en que se lo llevó con Ella.


* En recuerdo a mi padre, Pascual Scaglione, escultor que restauró la imagen de la Virgen del Rosario de San Nicolás.
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EL ACUERDO


     En la casa hay quienes caminan el patio entre Santa Ritas sobrias, entre malvones variados y curiosos.
     Sus pasos rodean el aljibe que espera una nueva zambullida del viejo balde de latón maltrecho que hará espantar a las palomas.
     Desde el cielo cae un sol intenso que rarifica las sombras de las rejas. Un sol que se entromete cauteloso en las entrañas de la Casa, como si supiera que entre esas paredes se libraría la historia.
     En la plaza han quedado los carruajes y,  en el bajo, las chalanas se adormecen de silencios meciéndose  solitarias con sus velas plegadas.
     Las puertas a La Paz están abiertas.  La gente del pueblo y los vecinos lindantes, hablan de célebres e insignes visitantes y se asoman vacilantes al zaguán para observar, para descubrir, para hacer comentarios sobre desconocidos hechos que aún son quimeras, utopías.
     Las salas muestran sus pequeñas bocas oscuras que se concentran en el espacio fresco de baldosas rojas.   En ellas, los pensamientos íntimos y propios, se transforman en plurales ideas en el debate de los objetivos convocantes.
     Levitas pulcras y uniformes augustos se entrecruzan, se enfrentan, se entienden y buscan un acuerdo más allá del desacuerdo. El tiempo se extiende, fatiga. Los gobernadores se nutren del pago generoso y buscan el refinado y necesario descanso en casonas ofrecidas, en  tertulias que  apaciguan, calman y predisponen para nuevas jornadas.
     El clima testigo mora en la Casa. Debaten, pelean, litigan. Muestran rigurosos desprendimientos, hasta que las tintas manan de las plumas facultadas y nobles y,  se desprende  el acuerdo para parir la Patria.
     San Nicolás entonces se sosiega fausta. La cuna se engrandece, se exalta y se hace esperanza. Las palomas sobre el brocal, ahora beben de aquel balde de latón maltrecho. Es 31 de mayo de 1852 y aún en el pueblo parece un día cualquiera.


* Acuerdo de San Nicolás firmado por 13 provincias el 31 de marzo de 1852 - Base de la Organización Nacional.
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EL NIÑO Y EL AGUILA



     Aún hoy creo escuchar un murmullo de voces, de diálogos apresurados y belicosos. Caballos galopando delante de un paisaje pintado y engañoso. Susurros adormecidos de taberna y pocker. Grescas ruidosas con música de piano mal tecleado, acompañando una batahola de sillas y mesas prevenidas para astillarse pobremente.
     También, en mi recuerdo, hay una emperatriz deslumbrante, imponente y ostentosa que moriría equivocadamente. Hay carcajadas por un pato y tres sobrinos barulleros, hay temores discretos por la vergüenza obligada de varón, hay prohibidas que se nos escapan de los ojos, hay luces y sombras, sonrisas y llantos.
     Todo es un mundo mágico que se asoma al rectángulo níveo y gigante y se proyecta sobre la sala. Ocurre igual en ambas honduras declinantes.
     El Aguila se agita, se resiste y vive su última alharaca. El Palace, vecino cercano, lo observa como para aprender a morir después de todo su enfermo silencio. El Aguila quiere abrir su maletón de sueños para atrapar y retener las miradas preñadas de risas, suspiros, miedos y paz; pero, sus fantasías son ahora espantajos, lémures que entienden de actos concluyentes.
     No les queda siquiera la posibilidad de rondar los intersticios de aquellas luces fluorescentes que parpadeaban anunciando el umbral de la ilusión. No tienen palcos, escenarios, butacas o cortinas de telas sacras, moradas y agobiadas.
     Con los duendes extintos y exánimes, se acallaron los voceos del “maní con chocolate” o las babélicas de un intervalo ansioso que atrapaba contraseñas en una tarde prolongada.
     Carlitos, aquel otro personaje causante del miedo adolescente, dejó el reducto de una boletería limitada, se fue lento con su gorra entre las manos y, cruzando Mitre, se perdió por una Francia que entendió su destierro de aquel cobijo silenciado por un destino irrespetuoso, como el olvido. La ocupación de un espacio íntegro y respetable donde se enterraron aquellos susurros y rumores.
     La ficción se durmió para siempre, aletargada en algún rincón asustado y oculto que seguramente, queda de aquel cine. Las puertas amarillas, debilitadas, abrieron sus alas amplias con vestigios de afiches y, sin rumbo, volaron hacia la nada. El Aguila no pudo hacerlo y se me quedó en el alma.

  
* El recuerdo para uno de los dos cines tradicionales de San Nicolás que también se transformó en escombros.
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miércoles, 10 de marzo de 2010

LA ESPERA DEL VIEJO JUAN

     En su vereda simple, virgen de andares, Juan se sienta con su soledad y abraza el respaldo desalineado de una silla crujiente y extenuada.
     Su sombra se estira sobre los ladrillos desnudos y sus pies atrapan un ritmo que llega de algún lado.
     El viejo Juan habita indefenso e inerme el frente rojizo y, olvidado de andar, se llena de reposo. Cada tanto se molesta con las hojas secas que sin presteza, barre con su escoba añosa.
     Allí Juan ve pasar sólo la vida, de a ratos, de a ratos no más, con eso le alcanza. Ya es el tiempo, piensa. Sabe quien, inexorablemente, vendrá a buscarlo. Sufre la espera, se inquieta y teme. Cree que ha de llegar de noche hasta su puerta. Lo sabe, lo presiente, lo intuye. Por eso, cuando el sol se le duerme en los ojos, se guarda, cierra postigos, pone trancas. La casa del viejo murmura y cruje y se queja.
     La bignonia se le entromete hasta su cama. La vida se le escapa sin oír sus rezos, sus plegarias.
Alerta, en acecho, Juan espera que la luz de un nuevo día lo proteja, lo ampare, lo preserve. Cuando despierte por la mañana, creyéndose a salvo, él gozará de su engañosa suerte. Volverá a la calle a mirar pasar la vida, de a ratos no más, con eso le alcanza. Pero mañana, no lo sabe el viejo Juan, mañana estará más cerca de la muerte.

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AFECTOS


     Cuando todo es incertidumbre en el mundo húmedo de la espera, ya percibimos los afectos. Los sentimos tan intensamente que apena no recordarlos hoy como quisiéramos.
     Pero cuando estrenamos los ojos sorprendidos,  los descubrimos. Son la indispensable sustancia, el núcleo de un acto inicial. Los encontramos en esos brazos deseosos de acunar nuestros sueños y en marionetas de amor improvisadas buscando respuestas que aún no daremos. Reconocemos los afectos en caricias retenidas, demoradas y ansiosas. En miradas fascinadas y sonrisas que ambicionan ser continuadoras, iguales y herederas.
     Luego, en el andar impaciente, nos asimos a los afectos al caminar vacilantes e inseguros por un camino abreviado, dificultoso y esquivo a los pasos novicios. Nos sujetamos a ellos cuando comienzan a aventarse en una juventud efímera que los robustece y, entonces, comprendemos que son parte de nuestra vida. Son los que nos acompañan sin preguntas. Son un abrazo impetuoso. Son manos que aprietan en el dolor vigente. Son una palmada protectora y sonora en la alegría. Son una lágrima precipitada y vertiginosa que merodea los meandros del llanto rebosado.
     Los afectos son el encuentro que parece casual. Son las ausencias que se abrevian resumiendo distancias. Son los que se revelan y acontecen en el rostro que recordamos o en el beso titubeante, incierto y perplejo de un niño.
     Los afectos están aferrados como atributo ingénito del hombre. Son esos erarios o tesoros que nos llevaremos cuando a la noche se le ocurra ser más noche, cuando cerremos los ojos y descubramos que, ni ante la oscuridad súbita ni ante la luz que la prosigue, se apartarán de nosotros. Nunca lo harán. No lo harán por la sencilla, mágica y maravillosa virtud que ostentan. No se apartarán de nosotros porque son parte de nuestra vida y esencia. Parte de nuestra muerte y eternidad.

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LA NOCHE

     La noche es donde se funde el color con lo ausente. Donde el infinito nos queda próximo, inmediato, al alcance de las manos. Donde se apresuran escurridizos los ángeles para fugarse como repentinos trapecistas por las luminarias suspendidas, pendientes del cielo inagotable.
     La noche es la que nos sorprende constante, renovada de asombros. La que nos regala la suprema conformidad de vivir los espacios que no entendemos, los momentos que deseamos, los pensamientos secretos que elegimos, la canción que cantamos tan íntima, secreta y propia como la tenebrosidad que nos mora y resucita.
     La noche es esa que nos concede vivir en plenitud las sombras que la visten, la magia de la espera, el asombro del encuentro, la fantasía de los sueños y la pasión agitada de deseos. La noche es donde suelen nacer los llantos, sean estos nuevos, bisoños o pretéritos y finales.
     Amo la noche y muero de recelo dentro de su mundo imprevisible. La amo aunque me amedrento en sus profundidades ciegas y en sus entrañas, en donde sólo presagio sus espectros inquietos. Amo la noche. Esa noche, en donde puedo vestirme de besos motivados en la luz y ponerlos a flotar sobre mi almohada. Esa deidad en donde puedo elegir momentos sublimes o, sosegado, adormecerme tímidamente, abrazando al silencio que atrapa una voz, una mirada y una palabra reservada, entrañable, suave y profunda.
     Amo a la noche y también le temo. Le temo a su misterio. Le temo a su dominio hermético y oscuro, le temo por lo que reclama. Le temo por mis ojos abiertos buscando respuestas a las historias que construyo, que imagino. Le temo ¿como no temerle? pero eso, eso no es nada.

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SAN NICOLAS



     Entre las aguas te revelas, surges, te alzas noble, abundante de historia, en una proclama meticulosa e intensa que se glorifica en el aire nuevo.
     Te reconozco en los perfumes o cuando liberas palomas en tu cielo de óleos celestes, serenos, abiertos al silencio.
     Eres como una mujer fecunda, como una soberana sobre un altar inmaculado que se cubre de espumas tras las olas impacientes y repetidas que besan tus costas. Hay azules de jacarandá en tus plazas, acacias estallando en soplos amarillos, ceibos desangrados en barrancas alarmadas que culminan tu tierra y extienden el paisaje.
     De los altos en más, te vuelves ansiedad de isla, de encanto verde que se prolonga sobre un río sembrado de plata por una luna temprana que lo embruja. Te transformas en mirada que entiende el infinito como propio y te atreves a los vientos desde el balcón cercano.
     En tus calles mi señora, transito empedrados nostálgicos, silentes, que se ordenan impacientes delante de mis pasos. Ando en tus arterias oxigenando el alma. Hundido en tus misterios extensos, caminando manso, abriendo mis brazos con extrañas ausencias, deseándote arrogante, como enamorado.
     Busco encontrarte siempre sobre mi piel fundida y te escudriño en los tempranos recodos de zaguán cansado, fatigado de amores, sobre mayólicas añosas cuarteadas de memorias. Te busco diariamente en tus espacios. Te busco por algún café con charlas y fragancias de amigos, entre farolas que saludan respetuosas de luz las cambiantes marquesinas del centro.
     Tú esperas que te mime en un juego acordado. Tú, la amante novia apasionada. San Nicolás que te hechizas de murmullos, de garzas y torcazas, de sosiego y grandeza. De oración que rezo, de plegaria que ensayo a la Madre afincada en tu paraje de milagros. Donde habito, donde intimo, donde vivo, donde sueño, donde amo y donde también, habré de morir un día.

* A mi lastimada ciudad que tanto amo.
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VIENTO


     Estás como vagando, viento. Peinando suavemente trigales dorados. Un mar de espigas abundante en rompientes, en olas sorprendidas, desordenadas, que se derraman hacia el horizonte en una danza continua de miel en catarata.
     Estás de caricias pródigo, pleno, rozando en calma los rostros que te reclaman o las hojas que se escapan contigo en un remolino intenso y sin promesas de retorno. Estás danzando en los cabellos que te interpretan sobre el espacio libre que te pertenece.
     Eres una mezcla de sedas blancas estampadas en tu dominio sin límite, absoluto y perpetuo, que te rondan virgen. Andas coqueteando la piel adormecida donde precipitas un beso suave que se aletarga en tu andar incierto de danzarín inagotable.
     Te llamo viento para atraparte en mi respiro. Te bebo viento de a sorbos sedientos, apremiados por el remanso de tu ser intangible pero cierto.
     Me sorprendes cuando me invitas a vagar ciñéndome a un vuelo principiante y temido. Me fascinas cuando te esparces en una sutil pincelada transparente.
     Te percibo en la llama que se extingue, en el planeo inmóvil de alas silenciosas, en la nube que pasa y nubla, nubla y pasa, rasgando en briznas  sus hechuras algodonadas.
     Te advierto en los álamos que se agitan ingenuos como cascabeles bulliciosos de verde y plata. Te observo en el velero que se escora y avanza y que tripulas apasionado e impetuoso como Telmo.
     Te valoro en la música de violines que interpretas y en los silencios que impones con tu ausencia. Te busco en la frescura de un enero irrespetuoso, en el destino inalcanzable de una mariposa empecinada, en la tempestad que te subleva y te revela.
     Te encuentro y te retengo viento. Para andar contigo tras mis esperanzas e ilusiones. Para que me ayudes a remontar mis fantasías. Para ser lo que no fui. Para ser lo que seré. Gris ceniza esparcida sobre el Paraná embravecido por la irrefrenable rozadura de tus rachas caprichosas.

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BUSCANDO UN CUENTO


     He llegado hasta aquel cuarto en donde su voz dejó sobre mi almohada sensaciones de asombros y ternezas.
     Hoy mi ansiedad  es distinta a la que,  ansiosamente,  me inducía a escuchar un cuento. Hoy mi andar es un puñado cano de torpezas extrañas. 
     Mis pasos solitarios y sosegados se instalan pudorosos sobre la calma de un sol entrometido. Resucito espacios que se amanecen bajo la ventana opaca. Descubro filigranas sencillas que entendía perdidas. Miro y reconozco. Declino miradas sobrias sobre un hemiciclo de paredes empapeladas de desvelos pequeños.
    La alfombra legó su huella a la madura pinotea oscura que aún se reclama en las tardes de invierno. La araña de plata vieja ha perdido brillo y una lámpara pequeña se mece con ella.
    Sobre la mesa de luz se desangran perfumes. Una pantalla clara reposa sobre un libro que sujeta historias por sus tapas cerradas. Un brazal de lienzo azul se desploma sin esperanzas desde el cansancio de una página marcada. Abro delicadamente esa cicatriz de hojas color otoño y vuela entonces una fantasía inesperada por mis ojos mayores.
     Descubro nuevamente esa aventura pequeña, extenuada, que se reconforta en mi recuerdo y se trepa a mi memoria para desgajarse sin miedo.
     Un marchito papel ventea entonces aromas por su vieja trama y por mi rostro, rueda un grano de sal queriendo ser lágrima.
     Los cuentos sacuden años y se despiertan. Reinventan pinceles matizando de verdes los árboles y de blanco al viento, dibujando un espacio vulnerable, imponente e infinito.
     Los cuentos aquellos eran golondrinas eternas y frecuentes. Miradas repetidas, expresiones sedientas acudiendo en bandadas solemnes. Renacían plenos en la palabra y en la voz de mi madre y, cuando se hacía suave y cada vez más lejana, se anunciaba su ausencia. Yo cerraba los ojos vencido y ella, suavemente, cerraba el libro.
     Me deslizaba entonces como un polizón sobre el sigilo de sus pasos fatigados. Un Arcángel brotaba intacto y se adueñaba de mi guarda protegiéndome de las sombras. Ella apagaba luces y dejaba una fábula discreta entre los duendes que me hacían la ronda.
     En la mañana, cuando resurgía del reposo, recordaba ese cuento. Ese que por la noche ella volvería a recuperar sembrándole caricias recientes para dormirse, antes que yo, sin darse cuenta.
     Así los cuentos se adueñaban de mis fantasías. De mi imaginación temprana. De mis pensamientos ilusionados y mis espejismos vigentes.
     Aún hoy, con este cansancio de horas que me ha planteado la vida, mi pensamiento glorifica la ambición bendita de dormirme nuevamente con ellos, porque…

                              …la noche olía a jazmines sobre la mesa de luz.
                              La luna andaba en el cuarto con sus rayitos de tul,
                              pintando de espuma y plata mi libro de tapa azul.

                             Llevo historias que has contado abrazadas a mi piel
                             y palabra por palabra, siempre las recordaré.
                             La nostalgia es el camino por donde habré de volver.


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