jueves, 11 de marzo de 2010

EL KIOSQUERO


     Su kiosco tenía rueditas. Lo trasladaba de un lugar a otro pesadamente, interpretando una música rutinaria de madera y cansancio.   En la mañana temprano, lo despertaba en un galpón entre chapas de autos chocados. Allí lo guardaba.
     Primero lo empujaba hasta conquistar la vereda desprolija de los pares en donde daba el sol. Por la tarde, lo cruzaba enfrente para completar la jornada repetida e invariable de aquellos inviernos.
     En esas cortas migraciones, los paquetes de cigarrillos recreaban un dominó descontrolado que se mezclaba sobre coloridos tapices de caramelos y broches relegados de algún tendedero. Sujetadores que detenían la predisposición al vuelo de diarios y revistas por el corredor ventoso de la esquina de calle Francia y De La Nación.
     El guardaba en una cajita de habanos Partagás el dinero grande y, en un cajoncito fuera de escuadra que le costaba abrir, monedas y cambio.
     Sólo la lluvia inesperada le agilizaba su permanente andar lento y reposado. Para nosotros era “viejo” pero ¿que sería viejo en aquellos años en que parecíamos diablejos de pantalones cortos e inquietudes largas?
     Su pregón era apagado y mezquino y le brotaba esquivo en algunas ocasiones, pareciendo no ser dirigido a nadie.
     Pregón echado a andar por una costumbre arraigada de doblegar el silencio para no pasar inadvertido entre los caminantes distraídos del centro.
     La vereda le quedaba chica a los dos, pero igual, él encontraba un lugar para sentarse en su banco pequeño y despintado. Desde ese peñón con cuatro patas torneadas, observaba pasar a la gente de ida y vuelta y al tiempo sólo de ida.
     “Tengo Particulares, Saratoga y Clifton” decía con voz áspera. “Si quieres te vendo algunos sueltos” lo conformaba al mozo de Vidal.
     Su carrito parecía pequeño pero con espacio suficiente para contener galletitas de agua, pastillas D.R.F., Chicklets, diarios como El Mundo, Clarín, La Nación, El Tribuno, El Progreso, El Norte y para atesorar algunos atados de cigarrillos importados.
     Las revistas femeninas llenaban los piolines exhaustos del exhibidor. Radiolandia, Chabela, Vosotras, Moldes. Para los hombres D’Artagnan, Intervalo, Superman y algunas otras prohibidas que mostraban dibujos de señoritas en malla con la firma de un tal Divito. Bajo la tapa de vidrio, se amontonaban los paquetes de figuritas redondas.
     Así pasaban sus días de kiosquero. Vendiendo humo, noticias, entretenimiento y dulzura. Construyendo testarudamente el mismo día todos los días.
     Cuando la tarde se le iba escapando de su vista dolorida, destrababa ruedas, cerraba ventanillas, apilaba diarios, ataba revistas y guardaba su sustento. Luego, buscaba la bajada de un garaje cercano y en forma recta, cruzaba Francia hacia el taller de chapas.
     Allí le dejaba una última mirada y se despedía de su vetusto exhibidor de madera. Controlaba su insegura seguridad en la que creía. Se acomodaba una gorra a cuadros de visera gastada. Le volaba por la espalda su tejida bufanda gris y se perdía lentamente por Nación.
     A la mañana siguiente, volvería a despertar a su amigo. Le limpiaría los vidrios suavemente para salir de paseo. De corto paseo.
     Un día de aquellos que no se olvidan, su kiosco de madera con rueditas, se quedó inmóvil. Al pregón rutinario se lo llevó el viento. Hubo ausencia en el barrio. Creo haber preguntado por qué, pero todos se pusieron a hablar de otra cosa.

 
 
Recuerdo a Don Rubiola, el kiosquero de mi barrio.
rescaglione@arnet.com.ar

2 comentarios:

  1. Yo lo conocí. No te ha faltado detalle alguno. Yo le compraba el diario y a vos te recuerdo de calle Francia.
    Felicitaciones!! Me has hecho volver a la infancia. Muy hermoso.

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  2. Ya no me acordaba de él. Me ha hecho recordarlo y pude sonreir emocionadamente.
    Precioso.

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