miércoles, 10 de marzo de 2010

AFECTOS


     Cuando todo es incertidumbre en el mundo húmedo de la espera, ya percibimos los afectos. Los sentimos tan intensamente que apena no recordarlos hoy como quisiéramos.
     Pero cuando estrenamos los ojos sorprendidos,  los descubrimos. Son la indispensable sustancia, el núcleo de un acto inicial. Los encontramos en esos brazos deseosos de acunar nuestros sueños y en marionetas de amor improvisadas buscando respuestas que aún no daremos. Reconocemos los afectos en caricias retenidas, demoradas y ansiosas. En miradas fascinadas y sonrisas que ambicionan ser continuadoras, iguales y herederas.
     Luego, en el andar impaciente, nos asimos a los afectos al caminar vacilantes e inseguros por un camino abreviado, dificultoso y esquivo a los pasos novicios. Nos sujetamos a ellos cuando comienzan a aventarse en una juventud efímera que los robustece y, entonces, comprendemos que son parte de nuestra vida. Son los que nos acompañan sin preguntas. Son un abrazo impetuoso. Son manos que aprietan en el dolor vigente. Son una palmada protectora y sonora en la alegría. Son una lágrima precipitada y vertiginosa que merodea los meandros del llanto rebosado.
     Los afectos son el encuentro que parece casual. Son las ausencias que se abrevian resumiendo distancias. Son los que se revelan y acontecen en el rostro que recordamos o en el beso titubeante, incierto y perplejo de un niño.
     Los afectos están aferrados como atributo ingénito del hombre. Son esos erarios o tesoros que nos llevaremos cuando a la noche se le ocurra ser más noche, cuando cerremos los ojos y descubramos que, ni ante la oscuridad súbita ni ante la luz que la prosigue, se apartarán de nosotros. Nunca lo harán. No lo harán por la sencilla, mágica y maravillosa virtud que ostentan. No se apartarán de nosotros porque son parte de nuestra vida y esencia. Parte de nuestra muerte y eternidad.

rescaglione@arnet.com.ar

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