jueves, 11 de marzo de 2010

LA ULTIMA ASTILLA

     Pequeños golpes se alineaban ordenadamente sobre el formón obstinado, hiriendo la madera absoluta, inexplorada, imperfecta.
     Sus ojos no dejaban de ver lo que no existía aún. Lo que faltaba hacer, lo que estaba sin estar, lo que le rondaba el sueño de poderlo.
     Su taller se iluminaba de talento y un rayo de luz establecía sombras que lo escoltaban silenciosas, humildes. La percusión del martillo ejecutaba una música pura, un ballet de virutas dibujaba cabriolas por el espacio estrecho y el aserrín desgarrado le dejaba alfombras incómodas bajo sus pies cansados
     El sol se adormecía sobre la mesa rústica. La vieja silla de hierro desnivelada se hamacaba suave, serena, acompañando su voluntad naciente.
     En ese equilibrio subyugado, él seguía puro, confiado. Golpe y astillas, cansancio y promesas, fe y abrigo.
Cerca, La Madre lo observaba calma. Su mirada era intenso brillo en la penumbra. Era su guía. Era la gracia y el misterio que le dejaba un reposo plácido a su dolor callado. Golpe y astillas. Rezongo y perdón. Pausa y ambición de eterno.
     Al embate inicial certero, le seguía otro sin descanso, cuidadoso. Lo divino y el hombre se reinventaban a sí mismos redimidos en la suma de todos los instantes.
     Lentamente los extremos se fueron formando. Dedillos, ternura y una mano etérea desplazando al árbol de origen. Alfa vegetal inmolada en lo sagrado.
     Así hasta llegar. Así hasta el último rasgo. Así hasta el día en que la ansiedad dejo de ser. Conclusión y límite tras la definitiva y pulida caricia.
     La tarde entonces se ennobleció de luces. El sujetó tembloroso las cuentas de un Rosario y entrelazó una plegaria. Sus ojos se llenaron de un profundo respeto de lágrimas y entregó la ofrenda sin monedas. Se despidió de Ella con un beso austero sobre la Señal de la Cruz. Se quedó mirando a aquellos que se fueron llevando la misma emoción que él tenía. Lo hizo en silencio. Su faena más hermosa y trascendente, marcó el fin de su tiempo de maestro.
     Mi padre regresó sólo a su taller y dejó su guardapolvo pendiendo de un oxidado sostén de recuerdos. Observó por última vez sus cinceles agobiados, los guardó ordenadamente. Las astillas se scondían detrás de una vieja escoba. Apagó la luz y aceptó el olvido sobre la otra mejilla. Olvido de los hombres, sólo de algunos hombres.
     Aún escucho pequeños repiques alineándose sobre la madera inexplorada e imperfecta. Los escucho allí donde él esculpió su fe en la mano de la Virgen del Rosario de San Nicolás, donde razonó su cielo en el punzón engrandecido, enamorado de renuncias.
     Hoy su obra vuela en cada mano que ambiciona rozarla. Millones de milagros se desgajan suaves y esperanzados. No importa la omisión. Importa que él sí está con La Madre desde aquel momento en que se lo llevó con Ella.


* En recuerdo a mi padre, Pascual Scaglione, escultor que restauró la imagen de la Virgen del Rosario de San Nicolás.
rescaglione@arnet.com.ar

3 comentarios:

  1. La gente debe saber del trabajo de un artista.
    Es bello como ha podido usted, en ese breve espació, hacer un homenaje a su padre que bien merecido lo tiene.
    Muchas gracias.

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  2. Me apasionan sus metáforas
    Abrazos

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  3. Fui alumno de su papá. Aún muchos de nosotros lo recordamos con mucho cariño.
    Sus grandes inquietudes deben ser parte de nuestra ciudad.
    Afectuosamente

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